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Belén de la Parroquía de San Pedro |
La Iglesia de San Pedro se vistió de gala para que Pedro Sevilla nos trasladase a los recuerdos de su infancia, en un emocionante pregón de Navidad.
Antonio Bernal, de la Asociación de Belenistas la Adoración, abrió el acto, después le siguió la presentación a cargo de José Antonio Benítez y seguidamente pudimos escuchar al pregonero.
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Antonio Bernal |
Antonio Bernal:
“- Buenas noches y bien venidos a este acto organizado por la
asociación de Belenistas la Adoración con la inestimable colaboración de la
Delegación de Cultura de nuestro Excmo. Ayuntamiento.
Nos encontramos de nuevo en este incomparable marco de la Iglesia de
San Pedro, para celebrar juntos la apertura formal de la NAVIDAD que se nos
acerca ya a pasos agigantados. Damos por tanto las gracias a Don Jesús por
acogernos un año más para este acto.
El Pregón de Navidad es para nosotros el acto más entrañable de
cuantos organizamos, pues en el se proclaman cada año nuestros mejores deseos
de PAZ Y FELICIDAD para todos y lo hacemos en torno al nacimiento de nuestro
Dios, encarnado en un niño que se muestra en la más severa humildad, pero vamos
a dejar estos detalles a nuestro pregonero que sin duda lo hará con exquisitez
y meditada preparación, me voy a ocupar
esta noche de algo menos literario, pero que dadas las circunstancias no podría
faltar.
Desde la Asociación de Belenistas la Adoración, queremos unirnos a
cuantas instituciones, asociaciones y particulares están promoviendo
activamente la solidaridad con los más necesitados, eso es NAVIDAD y lo bueno
es que esa solidaridad, acrecentada en estas fechas, viene siendo una constante
desde hace bastantes meses, ante la acuciante situación en la que nos
encontramos. Por lo que podemos decir que hemos comprobado que el espíritu de
la NAVIDAD está presente entre nosotros más allá de estas señaladas fechas y
eso es muy bonito.
Desde la modesta situación que ocupamos en nuestra sociedad arcense,
no debemos ser menos y por tanto esta noche queremos contribuir con nuestra
gota a ese río solidario con vocación de inundación, y lo vamos a hacer
aportando un donativo que será entregado a Don Jesús para que él lo haga llegar
a través de Caritas Parroquiales a acudir en las necesidades de nuestros
hermanos y vecinos de Arcos y también lo vamos a hacer ofreciendo la
oportunidad a todos los asistentes a este acto para que si les parece que es el
momento, si están en disposición de hacerlo, cada uno en la medida de sus
posibilidades, si querian hacerlo y no encontaban el momento o la ocasión, se
sumen a nuestra iniciativa depositando su donativo en las bolsas que vamos a
pasar al terminar el pregón y antes de la actuación musical.”
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José Antonio Benítez |
José Antonio Benítez:
“-Si la obra de Dios se ve y se siente a través de la gente y
de las experiencias, y se retrata en los hechos más sorprendes y bellos, diría
que a Pedro Sevilla Dios le ha rozado para agraciarle con talento y bondad.
“- Angelina, buenos días, ¿cómo va ese
brazo?”
“- Bien,
ya vamos mejor. Gracias hijo.”
Es
la breve conversación que mantengo frecuentemente con la madre de nuestro
pregonero cuando nos cruzamos por las escaleras del periódico o por alguna
calle con nombre de pueblo blanco de las que existen en las inmediaciones de
nuestra Cuesta de la Rujana. Cuando
hablo con esta mujer veo a su hijo Pedro. Siempre me pone una agradable
sonrisa, pero sus ojos son tan profundos como un mal recuerdo. Habla poco, lo
justo. Pedro, te pareces a la madre que te parió.
Coincidiendo
con la presentación del libro Microrrelatos para leer con los ojos cerrados, de
nuestro amigo Antonio Martínez Polo, Pedro me pidió que lo presentara en este
pregón. Uno, que peca de excesiva valentía en ocasiones, le dijo que sí, sin
pensar en ese preciso instante que presentar a Pedro Sevilla no era cualquier
empresa. Y no lo es, en mi caso, por el profundo respeto que profeso a este,
sobre todo, buen hombre. Cuando uno comparte presentación o acto público con él
o con otros grandes escritores se hace pequeño, casi ridículo, y cae en el
complejo.
Me
podría limitar aquí, en este momento, a explicarles quién es Pedro, su obra
poética, en prosa, sus datos biográficos…, pero no. Prefiero, con el respeto
necesario hacia el pregonero y su entorno, descubrir otro perfil de quien hoy
canta a la Navidad.
Si
abrimos la página 28 del penúltimo número de Arcos Información, la sección
Antología que dirige nuestro también amigo Antonio Murciano, nos encontramos a
un Pedro Sevilla que anuncia la
Navidad desde el calor de la familia y la ternura infantil.
Sus nietos anuncian ficticiamente este pregón e invitan a todos los arcenses a
venir aquí, a San Pedro, a escucharlo. Evidentemente, no todos los arcenses
están aquí, aunque en la casa de Dios todos tengan cabida.
Pero
a Pedro no sólo hay que escucharlo, hay que sentirlo y dejarse emocionar por su
verso limpio, puro y sincero, en las formas y en el fondo. En más de una
ocasión le oído decir que uno es como escribe. En sus palabras, en sus
expresiones… uno se delata a sí mismo. Nuestra poesía, nuestra prosa… es
nuestro espejo, donde nos reflejamos tal y como somos. Cuando escribimos, a
veces sin darnos cuenta, nos desnudamos para despojarnos del disfraz de lo
cotidiano. Podríamos decir que el producto literario es la seña de identidad
del autor. O, mejor incluso, que el autor es el producto de lo que vive y
siente.
Cabría
preguntarse cómo se aprende a sentir, si cierto es que la sensibilidad es una
virtud y no un defecto que necesita pulirse y educarse. A Menudo solimos oír a
personas que aseguran no saber expresar lo que sienten. Pienso que la
sensibilidad es una cualidad a pesar de que el cruel mundo nos lance
constantemente consignas sobre la competitividad, la fuerza, la resistencia, la
agresividad y sobre la trascendencia de lo material frente a lo espiritual.
El
mundo interior de Pedro Sevilla es claramente espiritual. Cuando estoy cerca de
él percibo que el otro mundo, el que nos rodea y se hace visible en las calles,
se ralentiza, incluso se detiene. Es cuando pensamos que una persona nos
transmite paz, sosiego. La voz de Pedro es amistosa. Cuando lo oigo, sea en el
atril o en una de las fugaces conversaciones que mantenemos, su tono pausado me
hace pensar que este hombre es un muchacho que encierra mucho en su innata
timidez. Pero ¿es timidez o educación? Pedro tiene esa educación que
tristemente llama la atención en una sociedad donde posiblemente cada vez se
hable y se escriba peor, y donde el intercambio de palabras comienza a ser un
monopolio de las redes sociales, que más que tejer cultura cultivan un lenguaje
tan vulgar como carente de personalidad.
A
Pedro es difícil, por no decir imposible, oírle una palabra malsonante, una
crítica fácil y despiadada, aunque a lo largo de su trayectoria se haya
confesado en más de una ocasión como un adolescente cruel en su rebeldía, y
posteriormente un escritor sin reparos en el ejercicio de la crítica política y
social. Los años han podido calmar la tempestad, la rebeldía entendida como un
hecho de confrontación social, y lo han convertido en un ser, si cabe, más
inteligente y con mayor capacidad de transformación de las cosas con el único
poder de la palabra antes que recurrir a las barricadas de la vida.
He
de confesar que nuestro querido poeta e hijo ilustre de esta ciudad Antonio
Murciano me comentó en cierta ocasión que cada día que pasaba apreciaba y
admiraba más a Pedro Sevilla, y que agradecía en sus adentros que hubiera
superado una etapa de rebeldía, en la política e incluso en su percepción de la
Iglesia.
Como
también he oído a Pedro detestar que alguien se confiese autodidacta, porque
considera que uno es el fruto o los restos de su existencia entendida como un
conjunto de experiencias.
Ya
saben ustedes que enviar crismas navideños es una costumbre en claro
desuso; que los emails,
los twiter, facebook y otras herramientas modernas le han comido terreno a la
pluma y al papel. Sin embargo, en la redacción del periódico solemos recibir
algunos crismas que por unos segundos nos llenan de alegría; de la alegría de
pensar por un instante que somos alguien para
otras personas. De esos crismas, hay uno que me llamó la atención y que
recordaré siempre con cariño. Lo envió el Grupo de Alcohólicos La Peña. Es
fácil de recordar por la portada en relieve, con un árbol de Navidad multicolor
y un toque andaluz con algunos lunares. Pero es también fácil de recordar por
la cantidad de faltas de ortografía. El texto terminaba con un deseo de
felicidad para el año nuevo con "b", pero con la mejor intención del
mundo. Comento esta anécdota porque, no sé si le sentará bien o no a nuestro
pregonero, pero he decir que Pedro Sevilla vela por este grupo y su causa desde
sus inicios, como si fuera una especie de ángel de la guarda para estos hombres
y mujeres que luchan por abandonar el oscuro mundo del alcohol y otras drogas.
Si
las casualidades existen, he aquí a un Pedro vecino de San Pedro; los dos
tuvimos también a un cura llamado Pedro por profesor de religión en el
instituto, un jornalero y revolucionario que proclamaba la palabra de Dios
entre los adolescentes, ¿te acuerdas Pedro?
Nuestro
pregonero ha tenido muchas experiencias, viajes de ida y con incierta vuelta;
viajes que no se hacen en coche, tren, barco o avión, ni que se contratan en
las agencias. La muerte de su padre, la de su hermano, de una hermana, el
nacimiento de tres nietos… y su propia muerte como una realidad punzante, en
medio de agujas y cables corporales en una aislada habitación hospitalaria.
Pero Dios, ese que hace milagros y sobre todo hacernos sentir mejores personas,
nos lo quiso devolver sano y a salvo para hacernos felices esta noche y en
nuestras vidas.
Aunque
está obsesionado con su infinitamente admirado Julio Mariscal, poeta que solía
retratar la muerte con gran frecuencia, Pedro ha ido buscando la luz de la vida
en su obra como una obligación paralela a la de superar la enfermedad.
En
un bonito tú a tú que grabamos para la televisión junto a su amiga escritora
Pepa Caro a propósito de este pregón y del próximo de Semana Santa, Pedro hablaba de una Navidad de sillas
vacías, de mesas incompletas. Cierto es: a medida que nos vamos haciendo
mayores comenzamos a perder seres queridos: es ley de vida. Como también es ley
de vida que otros seres, con su luz y con todo el futuro por delante, nos
alegren con su nacimiento.
Por
no tener un nieto terco le pusieron Pablo, porque dicen que los pericos son
tercos. También dicen que los Pedro son buena gente, y de ello estoy seguro.
Pero
si he destacar una bondad más de Pedro, quizás la más importante, es la de amar;
amar al prójimo, amar la belleza de las cosas, y no odiar a nada ni a nadie.
Siempre halla una explicación para los hechos más desagradables y virulentos;
es decir, que siempre ve la parte buena de los sucesos, como si quisiera
justificar al hacedor. A Truman Capote le ocurrió con su best seller A sangre fría cuando se metió de lleno en la
cabeza del asesino protagonista de su novela. No voy a ponerme ni mucho menos
en posición trágica y luctuosa.
Pedro
viene esta noche a hablarnos de cosas bonitas, de cosas que nos llenan de gozo
el alma en estas navidades: la familia, los recuerdos; de pestiños y buñuelos,
de casas de cemento y de conventos antiguos por donde la infancia de un hombre
corría; de una abuela guapísima y de las manecillas del reloj, del tiempo que
se detiene y del que vuela, del tiempo de antes y del de ahora, del tiempo de
los niños y del tiempo de los mayores.
Pero
sobre todo viene a hablarnos del anhelo de un día gozar de Dios. Hasta que
llegue ese día, él sabe que tenemos que sufrir, viendo, escuchando y sintiendo.
Cabría preguntarse si Dios no es un premio.
Ya
es Navidad Pedro, hoy, aquí, esta noche en tu barrio. Después vendrán los
villancicos, las panderetas y los nietos. Ahora toca acariciar el atril.
Arrúllanos con tu
pregón, danos calor humano y háblanos, por favor, del Amor antes de que el
mundo acabe…”
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Pedro Sevilla |
Pedro Sevilla: “- Sabido es
que los niños no viven en el tiempo, sino en la eternidad. El niño no sabe nada
de relojes, ni de almanaques, porque su mundo es un mundo hecho no de tiempo,
sino de instantes eternos, de una luz de oro puro. Sus abuelos, sus padres, sí
gastan relojes, e incluso despertadores, y en los almanaques, a veces, realizan
alguna señal o anotación sobre algún día determinado. Pero eso el niño no lo
sabe. Lo sabe luego, cuando también él, como sus abuelos y sus padres en su
día, es expulsado de la eternidad y tiene que comenzar a tramitar los horarios
y los días de la semana. Cuando entra en el tiempo.
En
la casa de mis abuelos había un reloj que marcaba las horas, y un almanaque,
casi siempre con una imagen del Nazareno de San Agustín, patrocinada por “Almacenes
Porro”, donde los adultos de mi casa miraban el día que era para saber cuánto
faltaba para la paga del dieciocho de julio o cuando era la misa de difuntos de
la vecina aquella que murió.
Pero
eso, como digo, era ajeno a los niños. El tiempo nos era ajeno porque nosotros
éramos eternos, éramos Niños-Dioses que vivíamos en perfecto acuerdo con la
luz, con su oro puro. Ese es el motivo, pienso ahora, de que nos
sorprendiéramos tanto cuando llegaba alguna fiesta. Nos sorprendíamos porque no
la esperábamos, porque no sabíamos que iba a llegar. Estoy hablando de la
primera infancia, claro, de la infancia más honda. Luego, aunque todavía en la
infancia, pero ya en el colegio “La Salle”, sabíamos que llegaba mayo porque
los Hermanos nos enseñaban a cantar himnos y a llevar flores a María, que tan
hermosa es, o que llegaba el verano porque las clases se nos hacían tediosas y
largas. Y sabíamos que llegaba la Navidad porque nos daban las vacaciones de
Navidad. Ante estos datos tan incuestionables, nuestra eternidad ya no podía
extraviarse, y aunque de forma muy rudimentaria, sabíamos por dónde iba el
tiempo.
El
problema era antes, en la primera infancia, cuando no teníamos las referencias
del curso escolar. Entonces tenía que guiarme por los cambios de hábitos de los
mayores. Por ejemplo, con cuatro o cinco años yo sabía que llegaba la Navidad
por los siguientes datos:
Con
el frío se me llenaban las orejas de sabañones y me pasaba el día rascándome.
Los
basureros llegaban por las casas y entregaban a las mujeres estampitas de un
santo negro que se llama San Martín de Porres, con una inscripción que decía
“El barrendero de su calle les desea Felices Pascuas”. Mi abuela y las vecinas
se metían las manos en el delantal y se sacaban alguna moneda que entregaban al
basurero, pidiéndole, eso sí, que no se emborrachara y que entregara el dinero
a su mujer, para comprarle ropita a los niños.
En
mi casa, que jamás entraba una gota de alcohol porque mi abuelo solía traer la
carga hecha de la taberna de Cayetano, se dejaban ver una botella de anís y
otra de coñac. Estas botellas estaban prohibidas a los niños, claro, pero no
así el líquido dulzón de un frasco de uvas en aguardiente que mi abuela
preparaba. Aquel brebaje estaba muy bueno, y nos producía un calorcillo muy agradable
en el estómago. Recuerdo que aquellas mañanas yo iba a la escuela de Juan,
nuestro querido Juan Apresa, con una euforia que, ahora lo sé, me provocaba el
aguardiente, dispuesto a recitar de carrerilla los ríos de España, las
provincias de Castilla la Vieja o la tabla de multiplicar del nueve.
Alguna
vecina nos traía un plato de pestiños, impregnados de miel, que los niños
devorábamos. Y luego, cómo no, la caja de polvorones, con su almanaque dentro,
sus papelillos y su botellita de coñac. Los polvorones no nos gustaban
demasiado, porque se hacían una bola y se pegaban en el cielo de la boca y no
había manera de tragarlos. Los niños éramos más de los alfajores, que además de
venir envueltos en papeles plateados, tenían un sabor muy dulce y, sobre todo,
no había que despegárselos del paladar con los dedos de la mano.
Pero
el dato más impecable, más cierto, más entrañable, consistía en que mi abuela
cambiaba todo su repertorio de canciones de cuna con que acostumbraba a mecerme
para que me durmiera, o simplemente para abrigarme bajo su pañoleta negra. Si
durante el resto del año sus canciones solían proceder del Romancero, del
cancionero popular, aquellos peregrinitos que fueron a ver al Papa para que los
casara porque eran primos, ya saben: “Hacia Roma caminan dos peregrinos, pá que
los case el Papa porque son primos”, etcétera, si durante el año, digo, su
repertorio era de peregrinitos y princesas tristes, en la Navidad me adormilaba
con la rima de los villancicos y las coplas de Navidad. Aquellas coplas eran,
he reparado en ello luego, o muy piadosas y ajustadas a la ortodoxia cristiana,
o muy mundanas e incluso procaces. Recuerdo que mi abuela lo mismo me cantaba
aquello de “La Virgen se está peinando entre cortina y cortina…” o “La
Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos
más”, que salía luego con una canción de uno que venía de casa de la querida y
la mujer le tiró una silla y él fue al hospital y ella a la casilla. Pero
profanas o pías, aquellas canciones, en la voz de mi abuela, era la
constatación clara de la llegada de la Navidad. Desde entonces, cada vez que
oigo un villancico, siento que el niño que yo era navega en sueños envuelto en
la pañoleta de mi abuela Antonia, aquella pañoleta negra de tantos lutos, que
olía siempre a agua de colonia. A agua de colonia y a alhucema, porque mi
abuela se pasaba todo el invierno quemando alhucema en la sarteneja de picón,
para que oliera bien la sala y la ropita que nos secaba debajo de la estufa.
En
mi casa no había costumbre de poner el Belén. Éramos más del árbol de Navidad.
Mis tías montaban el árbol, poniéndole como base una tinaja, y colgaban de sus
ramas unas tiras de papeles de colores, y unas cajitas de cerillos, envueltas
en papel plateado, semejando regalos. En la copa del árbol colocaban una
estrella de Oriente, también de plata. Más adelante, incluso, lograron iluminar
el árbol con unos cables y unas bombillitas de encendido intermitente.
Acostumbrados todo el año a la única bombilla de la sala, aquel árbol
centelleante nos parecía la feria de San Miguel.
En
mi casa no se ponía el Belén pero un día lo montó un vecino nuestro y subí con
mi abuela a verlo. Recuerdo que el Belén estaba totalmente tapado, y había que
mirarlo a través de un agujero. A través de ese pequeño agujero, con un único
ojo pero con el corazón acelerado por la emoción, descubrí al Niño recostado en
la paja, a sus padres al lado, a la mula y el buey, las estrellas de oro viejo,
el río papel de plata, la nieve de algodón, los pastores, las ovejas, el perro
guardián, los Reyes de Oriente y magia, el puente hecho de palillos de diente…
Esto
que cuento, mi primera visita a un Belén, debió ocurrir cuando ya estaba en La
Salle, cuando era algo mayorcito, porque recuerdo que conmocionado por aquella
visión fabulosa, me propuse imaginar un Belén hecho con elementos y personajes
sacados de mi calle, del pueblo. Incluso, creo, llegue a escribir una especie
de guion teatral. Por entonces yo era ya un niño proclive a la ensoñación, al
misterio, a la magia. Por aquel entonces, quizás, yo ya era el poeta que ahora quisiera ser.
Lo
cierto es que me propuse imaginar un Belén en la calle del Molino, con
decorados y personajes reales. La verdad es que no me fue difícil. Lo cuento
hoy aquí, cuento aquella ensoñación de niño, y junto a ella, a sus personajes y
figurantes, hago alguna reflexión que me ha nacido con los años sobre este
revolucionario evento de la Navidad, que consiguió dividir en dos el tiempo y
hacernos vislumbrar ese reflejo de la eternidad que es el Amor:
Empezaremos,
emulando a Juan Ramón Jiménez, poniendo a las entrañables bestias delante.
Frente a mi casa estaba la cuadra de Diego el Contero. Era un edificio donde
convivían bestias y personas, con infinidad de estancias repletas de paja. Cualquiera
de ellas podía servir de aposento para el Nacimiento del Niño-Dios en la calle
del Molino. La mula a escoger, claro, porque el Contero tenía borricos y mulos
de todos los pelos e intenciones.
Con
el buey tampoco iba a haber problema. Próximo al camino de Bornos, en la
calzada del cementerio, estaba el Bobo con sus vacas. Apartar un buey y
llevarlo a la cuadra, para calentar al Niñocon su aliento era algo facilísimo y
sin coste alguno.
La
estrella de Oriente no sabíamos a qué lado quedaba. El niño está desorientado
dentro del tiempo y del espacio y yo no sabía ni por dónde caía Jerez, así que
mucho menos iba a saber dónde estaba Oriente. Pero en mi calle teníamos todo el
cielo nocturno repleto de puntos de oro. Cualquiera de ellos podía coronar con
su luz la escena del Nacimiento.
Vírgenes
con niño, propiamente hablando, lo que se dice vírgenes, no teníamos en mi
calle, pero si muchas casadas jóvenes, relucientes y recién paridas, con
sus niños de bayeta en brazos. Ya
teníamos, pues cualquiera de ellas podía servirnos, a María y a su Niño. San
José, el San José viviente de mi Belén, estaba seguramente en la taberna, o
trabajando en el campo, pero siempre a mano, así que el núcleo central, el
núcleo duro, como se llama ahora, ya estaba montado.
“El
ángel del Señor anunció a María. Y ella concibió por obra del Espíritu Santo”.
A la hora del Ángelus, la radio de mi vecina María abría con esta frase del
evangelio de San Lucas. El ángel Gabriel fue a ver a la Virgen, le habló del
proyecto de Dios, y la pobre muchacha se quedó atónita, sorprendida,
atemorizada. Imagínense ustedes a una muchacha judía, virgen, desposada con su
primo José, o sea, que los padres de ambos habían decidido casarlos en su día,
a la que se le propone nada más y nada menos que albergue a Dios en su vientre.
La primera pregunta de María es obvia: “¿Pero cómo va a ser eso si yo no he
conocido varón?”. Y luego, aunque no lo dice San Lucas, seguro que se dijo para
sí misma: “¿Y cómo explico yo esto a mi familia, a mis vecinos? ¿Qué pensarán
de mí? ¿Y qué pensará José?
Durante
todo el tiempo en que la Virgen se debate en la duda, está también en duda, en
volandas, la obra de Dios. Dios, tododesvalido, anhelante, espera la palabra,
el sí, de una muchacha pobre. Dios, que podía haber mandado a su Hijo, que es
mandarse a sí mismo, revestido de poderes mundanos, decide hacerlo en el
vientre inmaculado de una joven que ahora tiene que decir sí o no, sí o no. Y
mientras lo dice, Dios está expectante. Dios, que podía haber venido al mundo
sin avisar, cuajado de majestad, decide contar con el Hombre, decide tener fe
en el hombre y pedirle su participación. Toda la Humanidad es ahora una
muchacha que, por fin se decide, dice sí, y le dice a Gabriel. “Hágase en mi
según tu palabra”.
Después
del sí de María, ya con la revolucionaria semilla del amor en su vientre, los
acontecimientos conocidos, la huida a Egipto, el empadronamiento, la búsqueda
de posada, el egoísmo de huerteros y posaderos, la crueldad de los gobernantes,
y un portalillo en la calle del Molino, donde sin más acompañamiento que una
mula del Contero y un buey del Bobo, viene Dios al mundo para conocer en carne
propia el dolor de los hombres, para trascender ese dolor y darle sentido.
La
figura de María, la asunción de su cometido de ser el santuario carnal de Dios,
no empequeñece sin embargo el papel de José, su desposado, a quien el folklore
popular ha tomado por el pito de un sereno y a quien muchos pregoneros
ningunean, no por maldad, sino por centrarse en María y el Niño. Hay, en la
iglesia de Santa María de nuestro pueblo, a la izquierda si nos ponemos mirando
al altar mayor, una imagen de San José con el Niño que siempre que voy por allí
me acerco a verla. San José, pongámonos cualquiera de nosotros en su lugar,
también debió de pasarlo mal con la visita de Gabriel a su novia. Un muchacho
que no ha rozado ni uno de los cabellos de su prometida, al que se le dice que
ella va a dar a luz un niño que va a salvar al mundo, y que él es también
imprescindible para la obra. Cualquiera empieza a dar voces, a despotricar
contra su novia y se quita de en medio. Sin embargo él acepta, tira para
adelante y cuida y cría a su Niño. Quizás por eso la tradición oral y otra
suerte de literatura se ha ensañado con él. Vayan algunos ejemplos: ese villancico
donde se cuenta que en el Portal han entrado los ratones, y al pobre de San
José le han roído los calzones, o los gitanos, siempre tan suyos, que cantan
eso de “La Virgen como es gitana a los gitanos camela, San José como es gachó,
se rebela, se rebela”. Unos menosprecios, siempre cariñosos, es verdad, que el
pobre hombre no se merece. Yo me lo imagino tratando de enseñar al Niño en la
carpintería, pero sabiendo, y sufriendo, que ese niño no era un niño, sino un
Niño, con mayúsculas, que con el tiempo acabaría sembrando amor y clavado en
otra madera, en forma de cruz. San José, tan sabio, lo sabía todo y por eso
siempre aparece, en tallas y pinturas, con un aire de preocupación, de sombría
sospecha. Hoy somos muchos los San José que vemos prepararse a nuestros hijos
para un futuro que no vemos claro, y por eso, como él, miramos hacia adelante
con aire sombrío, con el mismo aire del santo.
Si
Dios no se hubiera hecho carne y habitado entre nosotros, ¿quién creería en
Dios? Desde luego seríamos muchos los no creyentes, porque sin el concurso de
Jesucristo, que tuvo, como nosotros, infancia y juventud, afectos, dolores,
ternura, no entenderíamos jamás la divinidad. O entenderíamos la divinidad como
un ente opresivo, sanguinario. Si creemos en Dios es porque lo hemos visto,
unos en persona y otros con los ojos de la fe. Si creemos en Dios es porque lo
dice un libro que explica su nacimiento, su obra, su muerte y resurrección. Que
explica su paso por la vida, su mensaje de amor y de trascendencia, su victoria
sobre la muerte.
La
Navidad, más que un hecho consumado, es, por tanto, una semilla, una siembra.
En ella, con el nacimiento en Belén, se esparce en el corazón de la Humanidad
el mensaje más revolucionario jamás contado: ese que podemos concretar en amar
a los que nos aman, pero también a los que nos odian, en la necesidad de
responsabilizarnos del otro, en la obligatoriedad de ver al otro como algo
sagrado. Esa es, a grandes trazos, la Navidad que queremos cantar.
Pero
continuemos con el Belén de mi calle: Cada tarde, al sol puesto, volvían por
Jadramil, por la colada de Jadramil, las piaras de cabras y ovejas. Nos dejaban
en toda la calle un olor maternal, a leche y ternura. Los rebaños pasaban por
delante de la cuadra del Contero, así que todo consistía en hablar con el
cabrero y pedirle que pasara un momento
con algunas cabras escogidas y con el perro guardián. Los pastores pasarían
también, no faltaba más, con sus zurrones y sus bastones, para cumplimentar al
recién nacido y a sus atribulados padres.
Teníamos,
en mi calle, o en las próximas, todos los decorados belenísticos clásicos: en
la calle Romero Gago había una carbonería donde mi abuela compraba el cisco que
luego encendía en la sarteneja. La carbonera, para colmo, vestía de negro,
porque entonces todas las mujeres viejas vestían de luto, porque a todas se les
había muerto alguien, así que aquel recinto era el reino de lo negro.
En
contraposición, el calero, con su cal de blanqueo que pregonaba así: “Cal de
blanqueo”, alargando el “que”, con su correspondiente golpe de voz, hasta el
infinito. El calero era rubio, igual que su borrico, y también pasaba por el
Nacimiento que mi imaginación estaba montando.
No
nos faltaba nada. Ni el herrero, que le sacaba al hierro efímeras
constelaciones en cada martillazo, ni el talabartero, ni la hilandera, que
cuidaba su casa e hilaba.
Teníamos
y tenemos el río, aunque pasaba algo lejos, por debajo de la Peña, y el puente,
más lejano todavía, en el Barrio Bajo, un barrio que, a los niños de San
Francisco, nos parecía tan lejos como hoy puede parecernos Norteamérica.
A
mi Belén, por no faltarle, no le faltaba, vaya por Dios, ni esa figurita en
cuclillas a la que los catalanes llaman el “cagalet”. Los catalanes creo que
los colocan detrás de una fuente, pero los cagalet de mi infancia eran más de
irse al cerro de la calle Alta, o al de la calle Gomeles, o a los cortinales de
la calle del Sol. Ya se sabe que en aquella época los cuartos de baño
escaseaban, así que los hombres se iban al cerro, se acuclillaban, y con su
cintillo al hombro y su cigarro encendido, liquidaban sus asuntos a la mayor
brevedad posible. Cualquiera de ellos, cualquier día, podía servir para mi
Belén.
De
Reyes andábamos escasos, porque todos en mi calle eran jornaleros. Pero cada mañana
pasaba por la puerta de mi casa el Rey de los Caracoles, un mendigo rubio, que
olía, y no a ámbar, pero que tenía los ojos más limpios que he visto nunca. Los
mendigos, si los miráis a los ojos, tienen los ojos como los niños, llenos de
asombro y de inocencia. El Rey de los Caracoles, hecho Melchor, Gaspar o
Baltasar, da lo mismo, podría entrar un momento y entregar al Niño los regalos.
Regalos
al Niño, pueden darlo ustedes por seguro, le habrían llovido, porque la gente
de mi calle, aunque pobre, era acogedora y desprendida. Como decía mi abuela,
se quitaban la comida de la boca para dársela a otro. Así, al Niño y su madre
le habrían llevado los regalos típicos, lo que acostumbran a regalar a las
paridas: un kilito de plátanos bien escogidos –dámelos buenos que son para un
regalo, decían las mujeres al tendero-, una botella de vino quinado marca “San
Clemente”, una lata de melocotón en almíbar, algún trapito para el recién
nacido y cosas así. A mi madre, cuando nació mi hermana María Ángeles, le regalaban
vino quinado, que luego nos daban a nosotros para las ganas de comer. Recuerdo
que, como me pasaba cuando me daban uvas en aguardiente, después de la copita
de vino quinado iba yo a la escuela poco contentito, dispuesto a sacar un diez
en cada asignatura. Y que no se me olvide hablando de regalos: al Niño no le
habría faltado un abriguito de lana, porque el poeta
Cristóbal Romero, que ha vendido en su mercería las lanas más confortables y
amorosas de este mundo, se habría acercado hasta el portal para resguardar al
Niño de todos los fríos de enero.
Este
es, queridos vecinos, el Belén que yo imaginé hace cerca de cincuenta años y
que hoy, honrado por el cargo de Pregonero que me han otorgado, comparto con
ustedes.
Pero
esto no es toda la Navidad, por supuesto. La Navidad no es sólo costumbrismo,
folklore, festividad. No es, ni mucho menos, el consumismo compulsivo y el
derroche vano en que algunos quieren convertirla. La Navidad es, ante todo, un
acto de amor. Y quizás por eso, porque en ellas se canta al amor, es por lo que
sea tan hogareña, tan marcadamente familiar. Porque, ¿no es el amor, aunque no
exento de tensiones, el fundamento de toda familia, de todo hogar? Decimos
Navidad y pensamos madre. Decimos Belén y se nos viene al corazón toda la ternura.
Decimos villancico y un nudo en la garganta nos impide terminar una estrofa que
oímos de unos labios ya idos. La Navidad es una candela encendida y la ropa de
un niño secándose sobre una silla.
Y
hablando de sillas. Hay sillas vacías. ¿En qué casa, en qué Nochebuena, no hay
una silla vacía? La del padre que se nos fue, la de la abuela vieja y sabia, la
del hermano joven que se nos murió en los brazos. Hay, todos la tenemos, una
silla vacía que nos hace llorar, que nos llena el corazón de tristeza. Pero
todo muerto se lleva lo mejor de nosotros y nos deja lo mejor de sí mismo, así
que ellos están con nosotros en Nochebuena, aunque no les pongamos cubierto ni
le llenemos la copa. Están con nosotros, está lo mejor de ellos y debemos estar
alegres. Yo os invito a la alegría en la Nochebuena. Pido alegría para la
Nochebuena porque en ella nace, se inaugura, la palabra Amor, común a vivos y
muertos. La Navidad es que Dios se hace hombre, que se hace profundamente
humano para hacer al hombre profundamente divino. Y el instrumento para esa
transmisión de humanidad y divinidad, es el Amor con mayúsculas.
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Coro de la Medialuna |
Antes
de terminar quiero hacer un homenaje a todos los Pregoneros de nuestra Navidad,
que en prosa o en verso vienen cantando cada diciembre este fenomenal evento. No doy nombres, porque no quiero ser injusto por
olvido. A todos mi agradecimiento y abrazo. Y a ustedes feliz Navidad y que,
como decían los viejos, Dios nos ponga su mano encima.”
Por otro lado, es verdad que se nos había pasado que al terminar el pregón, el Coro de la Medialuna nos obsequió con un magistral concierto y que Antonio Murciano recibió una sorpresa por parte de la Asociación de Belenistas la Adoración, gracias por las críticas constructivas, porque es un servicio que nos prestan nuestros lectores.