Salvador Hueso Sañudo
Arcos de la Frontera
El trueno, el silbar del viento entre rendijas, el murmullo de la corriente de ríos y arroyos, el impacto del agua precipitada desde las cascadas y cataratas, el rompimiento de las olas marinas y los sonidos emitidos por la fauna son, entre otros pocos más, los entes contaminantes del silencio que nos brinda la madre naturaleza y a los que difícilmente se les puede poner en cuarentena.
El hombre, aunque portador de valores eternos, es en sí mismo, junto a sus innovadores, prácticos e interesantes inventos, el mayor contaminador del silencio.
La estampida masiva de la rotura del mismo se desató hace relativamente poco tiempo, algo más de un siglo, y sería con la aparición de los motores de explosión y diesel a la vez que cogidos de la mano del descubrimiento, desarrollo y aplicación de la electricidad en sus múltiples facetas, muy especialmente con el uso de los electrodomésticos, llegándose a alcanzar en la actualidad unas cotas en las que el silencio, al igual que un puesto de trabajo en nuestro país, se ha convertido en algo que cada día se hace más difícil de conseguir, especialmente en las grandes urbes, en las que la contaminación acústica lo invade casi todo y la ausencia absoluta de ruidos pocas veces se pone de manifiesto, así que no ha quedado otro remedio que convivir junto a un silencio viciado y enfermo del que el ser humano ha sido el principal responsable por su afán de conquista, bienestar y progreso.
El silencio, que por sí solo constituye un elemento de comunicación no oral ─recibió el silencio por respuesta─, ha pasado a ser algo que escasea, y como todas aquellas cosas que no abundan su coste se ha disparado.
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