Foto: Juan Morales Sánchez, de Pavos Trotones |
A las Cinco de la tarde del
pasado jueves día 6, la familia de Manuel Pérez Regordán, lo recordó junto a
sus amigos y allegados en el sexto aniversario de su desaparición.
“- Ayer hablé de mi padre en los
medios de comunicación, hoy no voy a ser yo el que hable sino él, a través de
este libro “Historias y Leyendas de Arcos”, su libro más querido.”
(Decía José María Pérez Gómez,
su hijo)
Después de estas palabras, María Josefa Gómez
Vázquez, encendió una vela y José María comenzó la lectura de una de las historias del
libro:
EL
PÁJARO FANTASMA
A principios del siglo XI
habitaba el alcázar de Arcos, también conocido por el “Castillo de las
Águilas”, el Walí Ibn-Khazrun, de la noble familia de Khazrun ben Falful el
Magrewi, cuyo apelativo quería decir, “el conquistador de los oasis de
Sichilmassa”.
En la lucha de Soleimán al
Mustain, biznieto de Abderramán III, en Nasir, contra Hixen II, nuestro walí
tomó partido por el primero, proclamándose Hachib de Soleimán en la Taifa de
Arcos en el año 1011. Su territorio comprendía casi toda la cuenca media del
Guadalete, figurando entre otras las poblaciones de Bornos, Espera, Jerez,
Medina Sidonia, El Puerto de Santa María y el mismo Cádiz.
El año 1029 murió Ibn Khazrun y
le sucedió su hermano Abdún ben Khazrun, para seguirle el hijo del primero Qain
ben Muhamed ben Kharun ben Falful el Magrewi.
Algunos autores quieren ver
cierta servidumbre de los Taifas de Arcos hacia el rey sevillana Almotadhir ebn
Mohamed, pero nada más incierto, puesto que la leyenda que vamos a narrar así
lo atestigua.
Era el rey sevillano hombre
vengativo y cruel, ambicioso y sangriento, que en su afán de poder había
perseguido a Mohamed, príncipe de Carmona; a Isaac, su hijo; a Ibn Taifur, de
Mértola; a Ibn Zahya, señor de Niebla; a Mudhaffar, de Badajoz; a Abdalaziz el
becrita, rey de Huelva en la isla de Saltes…
Se decía que conservaba en una
caja las cabezas alcanforadas de los príncipes caídos en sus manos –entre ellos
el de Carmona-, las que contemplaba diariamente, guardándolas como rico trofeo.
Las calaveras de los grandes oficiales de los ejércitos enemigos coronaban los
pretiles de sus jardines, sirviendo sus cuencos vacíos de pie a rosas claveles
que en ellos sembraba, mientras que la puerta principal de su palacio estaba
engalanada con una gran guirnalda de cráneos ensartados como si de un rico
collar de perlas se tratara. Era hombre impulsivo, voluptuoso y mujeriego,
hasta el punto de decirse que habían pasado unas ochocientas muchachas por su
harén.
Cuenta Dozzy en su “Historia de
los musulmanes de España” que un día decidió Almotadhir efectuar una visita a
los Taifas de Morón, Ibn Nuh; de Arcos, Qain ben Muhamed ben Khazrun, y de
Ronda, Ibn abi Corra.
A pesar del temor que imponía a
los visitados viajó sólo con dos vasallos, amparado en la confianza que en
ellos depositaba.
Los dos primeros Taifas le
recibieron con clamor de Gran Señor, acompañándoles hasta Ronda, donde una rica
cena, en la que no faltó el vino, acogió a Almotadhir, sumiéndose
posteriormente en un sueño que le hizo pedir a su anfitrión que le dejase
descansar. Inmediatamente le trajeron un diván donde el sevillano se entregó a
dormir, prometiendo continuar la tertulia unos minutos después.
Al cabo de media hora, cuando
todos creían dormido a Almotadhir, un soldado berberisco rogó a los otros que
le escucharan y habló en voz baja de esta manera:
“- Me parece que tenemos aquí un
carnero cebón que ha venido a ofrecerse espontáneamente al cuchillo. Esta es
una fortuna que estábamos lejos de esperar. De nada nos hubiera servido dar
todo el oro de Andalucía por tener aquí
a este hombre y he aquí que él mismo viene… Todos sabéis que es el
mismísimo Satanás y cuando haya dejado de existir nadie nos podrá discutir la
posesión de estas tierras…”
Todos, en silencio, se miraron y
por sus mentes pasó veloz la idea de terminar de una vez con la ferocidad del
sevillano. Sería como poner a salvo en un momento el peligro que bajo su espada
amenazaba a Andalucía. Sólo el más leal servidor de Almotadhir, un pariente del
rey de Ronda, llamado Mohadh ibn abi Corra, en un arrebato de indignación, dijo
así con voz baja y enérgica:
“- ¡Por Alá, no le hagamos daño
alguno! Este hombre, al venir aquí, ha contado con nuestra lealtad; su conducta
prueba que nos cree incapaces de hacerle traición y nuestro honor exige que
justifiquemos su confianza. ¿Qué dirían nuestros hermanos de las otras tribus
si supieran que hemos violado los sagrados derechos de la hospitalidad
asesinando a nuestro huésped? ¡Maldiga Alá al que se atreva a cometer semejante
crimen!”
Los berberiscos se conmovieron
con estas palabras y desistieron de su intento. Los Taifas de Morón, Ronda y
Arcos no se atrevieron a pronunciar palabra.
Mientras tanto, Almotadhir ya
había despertado y, fingiéndose dormido, se había enterado de toda la
conversación, sin que lo notasen sus falsos y cobardes acompañantes.
Tranquilizado por las palabras
de Mohadh, simuló despertarse entonces y volvió a la mesa, dando a pensar que
no se había enterado de nada de lo ocurrido. Los berberiscos se levantaron al
punto y le besaron en la frente, acariciándole y dándole muestras de amistad,
ya que sus conciencias no estaban tranquilas.
El rey sevillano habló entonces
así:
“- Amigos míos, tengo que
volverme inmediatamente a Sevilla, pero en vísperas de dejaros no os puedo
explicar cuán satisfecho estoy de vuestra acogida. Quisiera daros alguna
pequeña muestra de mi reconocimiento, pero por desgracia la provisión de
regalillos que traían mis servidores está ya casi agotada. Dadme, pues, recado
de escribir y que cada uno me dicte su nombre y me señale el regalo que mejor
le apetezca: vestidos de honor, ricas telas de Damasco, dinero, muchachas,
esclavos o cualquier otra cosa y que envíe a Sevilla, cuando yo esté de vuelta,
a uno encargado de recibir el regalo escogido.”
Todos se apresuraron a dictar su
nombre y cuando Almotadhir estuvo en Sevilla fueron muchos los criados que
partieron desde Ronda, Morón y Arcos por numerososo regalos, mientras el
sevillano se quedaba con la lista de nombres de todos los que habían cenado con
él aquella noche en la ciudad del Tajo.
Parecían existir cordiales lazos
de amistad entre Almotadhir y los tres Taifas andaluces cuando en el año 1053
fueron invitados a una gran recepción que se ofrecía en el Alcázar de Sevilla.
Se preparaba el reyezuelo
arcense para el viaje y recordaba a su amigo el sevillano en la toma de
Carmona, que realizaron juntos en el año 1039. Cargó mulas con numerosos
regalos para su anfitrión y ordenó a sus sirvientes cuanto estimó necesario
para los días de su ausencia. Con lágrimas en los ojos se despidió de su amante
Nanafassy, cuyo nombre significaba “violeta”.
Era una bellísima joven que
había pertenecido anteriormente a Almotadhir y nuestro personaje obtuvo en el
saqueo de Carmona. Incluso algunos autores creían que existía una solapada
enemistad entre ambos por la posesión de la joven, que reclamaría su dueño
anterior.
El celo con que le moro
custodiaba a su favorita hizo que la dejase, apartada del resto de sus esposas,
en una cámara segura, quizá en un sótano o en la más alta bóveda de la torre
del Homenaje del castillo de Arcos. Las provisiones y los perfumes harían
agradable la espera de la bella a su amante. Él mismo cerró con seguras llaves
la puerta y nada dijo a nadie del escondite de Nanafassy.
El sol culminaba la mitad de su
carrera, inundando con su oro el celeste cielo de Arcos, cuando la voz del
almuédano, desde el alminar de la mezquita, sesgaba el silencio:
“ - ¡Alá es grande! ¡Bendecid a Alá! ¡Orad,
bereberes, para que la mano de Alá guíe por senderos de paz a nuestro Señor!”
Blancos caballos árabes con
correaje dorado, montados por soldados berberiscos que partían el horizonte con
sus lanzas abanderadas, se dirigían a Sevilla. Abría paso la bandera fatimita
de los Khazrun, el verde esmeralda del paño iluminado con el feroz dragón
dorado, símbolo de su estirpe. El tropel de los caballos y el caminar de las
mulas, cargadas de obsequios, levantaban una densa nube de polvo que se iba
perdiendo lentamente por el camino viejo de Espera. Las viejas puertas de Jerez
– más tarde de Belén- se cerraron para defender a un Arcos vacío de su realeza
y en el que faltaban los más bravos soldados, empeñados en el viaje de cortesía
de su soberano.
Los adalides sevillanos
anunciaron la llegada de la comitiva y las puertas de la ciudad se abrieron con
la presencia de la nobleza mora y del mismo Almotadhir, que expresaba así el
deseo que tenía de recibir a sus amigos.
Se unieron para entrar los
séquitos de Ibn Nuh, de Morón; Ibn abi Corra, de Ronda, e Ibn Khazrun, de
Arcos.
Desmontaron todos los jinetes y
el rey sevillano, recordando la lista que había obtenido al entregar los
regalos, fue dando paso a cada uno de los visitantes y les hizo entrar en los
baños turcos, de los que tanto gustaron los árabes españoles. Sólo entretuvo el
rey al joven Mohadh y quedaron ambos hablando con un pretexto que no ha llegado
a registrar la historia.
El calor y el cansancio del
viaje hizo que unos sesenta berberiscos se entregasen confiadamente al baño.
Entraron en la primera sala, donde se desnudaron, y pasaron a la segunda que era
el verdadero baño. Estaba totalmente recubierta de mármol y rematada por una
cúpula llena de agujeros estrellados cubiertos por vivos colores. Se veían en
la estancia tinas de mármol y tubos colocados en el espesor de los muros que
partían de una caldera y mantenían un alto grado de calor.
Entregados al placer del agua no
dieron importancia alguna a un ligero ruido en el exterior que parecía obra de
albañiles, pero al rato, no pudiendo soportar el calor asfixiante que inundaba
la sala, trataron de abrir la puerta y cuál no sería su sorpresa al comprobar
que ¡estaba tapiada! También los respiraderos habían sido cegados. Todos
murieron de asfixia en el baño; todos menos Mohadh, que había quedado fuera con
Almotadhir.
Al rato, el joven se atrevió a
preguntar al sevillano:
-
¿Por qué tardan tanto?
-
Tú no tienes nada que temer – contestó Almotadhir-. Tus parientes y
tus amigos merecían la muerte por haber tenido la tentación de asesinarme.
Sabrás que yo no dormía cuando hicieron la propuesta, pero también oí las
nobles palabras que pronunciaste en aquella ocasión y no olvidaré nunca que te
debo la vida. Ahora tú puedes elegir: si quieres quedarte aquí, pronto estoy a
partir contigo todas mis riquezas, pero si prefieres volver a Ronda, yo te haré
volver cargado de regalos.
Mohadh quedó en Sevilla y
Almotadhir le habilitó un palacio, le regaló mil monedas de oro, treinta
muchachas y diez esclavos, además de asignarle un sueldo anual de doce mil
dinares.
Las
cabezas de los reyes berberiscos fueron depositadas en la siniestra caja y las
de los oficiales ocuparon el jardín del rey sevillano, sirviendo para sembrar
flores en deleite del sanguinario monarca.
Inútilmente
espero Nanafassy el regreso de su amante a Arcos. La tristeza y la
desesperación se apoderaron de ella y un ataque de rabia y de locura la indignó
cuando oyó el grito lastimero del almuédano que gritaba así:
“- ¡Alá
es grande! ¡Defendeos bereberes, porque las tropas de Almotadhir invaden ya
nuestras tierras! ¡Ya se divisa la sombra de la muerte y la destrucción! ¡Bendecid
a Alá en vuestra última hora!”
Efectivamente,
las tropas de Sevilla incendiaban y asolaban los campos de Morón, Ronda y Arcos
y fue en ese momento cuando Nanafassy se creyó en su desesperación pronta a ser
obligada a volver ante la presencia del cruel Almotadhir. Su pensamiento se
enredó y su corazón latía sólo para recordar a su amante. Lo comprendió todo
sin ver nada y su amor y su pasión se mezclaron en un salto audaz y suave en el
vacío.
Un
grito desgarrador, un alarido desesperante, se oyó en el abismo con el cuerpo
de Nanafassy. Con su amor terminó su vida y en su recuerdo comenzaba el
misterio.
Sus
manos se abrieron ante la peña y sus brazos tomaron la forma de amplias y
desplegadas alas negruzcas que la izaron en el azul.
Allá,
a lo más lejos que alcanzaba la vista, la soldadesca de Almotadhir interrumpió
su labor destructora para contemplar cómo lentamente, metamorfoseándose en el
cielo, la figura de Nanafassy tomaba la silueta de un gran pájaro impresionante
y fantástico.
Se
extendió entonces por Arcos la vieja leyenda de que todos los viernes, cuando
la luna riela en las aguas del Guadalete, el alma de la mora, en forma de un
gran pájaro fantasma, revolotea majestuosamente, buscando su amor imposible,
surcando el cielo sobre las viejas almenas del Alcázar de Arcos.
Después
de haber leído esta historia, María Josefa Gómez Vázquez arrojó un ramo de flores por el balcón del
Parador que da a la famosa Peña, por donde mismo se arrojó hace casi mil años
ya Nanafassy.
Siempre estará en nuestra memoria Don Manuel Perez, un hombre que amaba a su pueblo y que tiene la inmortalidad de los que dejan obra escrita.
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