sábado, 8 de marzo de 2014

Sexto año sin Manuel Pérez Regordán

                                                                                                         Foto: Juan Morales Sánchez, de Pavos Trotones
PÍA - Arcos de la Frontera


A las Cinco de la tarde del pasado jueves día 6, la familia de Manuel Pérez Regordán, lo recordó junto a sus amigos y allegados en el sexto aniversario de su desaparición.

“- Ayer hablé de mi padre en los medios de comunicación, hoy no voy a ser yo el que hable sino él, a través de este libro “Historias y Leyendas de Arcos”, su libro más querido.”
(Decía José María Pérez Gómez, su hijo)

 Después de estas palabras, María Josefa Gómez Vázquez, encendió una vela y José María comenzó la lectura de una de las historias del libro:

EL PÁJARO FANTASMA

A principios del siglo XI habitaba el alcázar de Arcos, también conocido por el “Castillo de las Águilas”, el Walí Ibn-Khazrun, de la noble familia de Khazrun ben Falful el Magrewi, cuyo apelativo quería decir, “el conquistador de los oasis de Sichilmassa”.

En la lucha de Soleimán al Mustain, biznieto de Abderramán III, en Nasir, contra Hixen II, nuestro walí tomó partido por el primero, proclamándose Hachib de Soleimán en la Taifa de Arcos en el año 1011. Su territorio comprendía casi toda la cuenca media del Guadalete, figurando entre otras las poblaciones de Bornos, Espera, Jerez, Medina Sidonia, El Puerto de Santa María y el mismo Cádiz.

El año 1029 murió Ibn Khazrun y le sucedió su hermano Abdún ben Khazrun, para seguirle el hijo del primero Qain ben Muhamed ben Kharun ben Falful el Magrewi.

Algunos autores quieren ver cierta servidumbre de los Taifas de Arcos hacia el rey sevillana Almotadhir ebn Mohamed, pero nada más incierto, puesto que la leyenda que vamos a narrar así lo atestigua.

Era el rey sevillano hombre vengativo y cruel, ambicioso y sangriento, que en su afán de poder había perseguido a Mohamed, príncipe de Carmona; a Isaac, su hijo; a Ibn Taifur, de Mértola; a Ibn Zahya, señor de Niebla; a Mudhaffar, de Badajoz; a Abdalaziz el becrita, rey de Huelva en la isla de Saltes…

Se decía que conservaba en una caja las cabezas alcanforadas de los príncipes caídos en sus manos –entre ellos el de Carmona-, las que contemplaba diariamente, guardándolas como rico trofeo. Las calaveras de los grandes oficiales de los ejércitos enemigos coronaban los pretiles de sus jardines, sirviendo sus cuencos vacíos de pie a rosas claveles que en ellos sembraba, mientras que la puerta principal de su palacio estaba engalanada con una gran guirnalda de cráneos ensartados como si de un rico collar de perlas se tratara. Era hombre impulsivo, voluptuoso y mujeriego, hasta el punto de decirse que habían pasado unas ochocientas muchachas por su harén.

Cuenta Dozzy en su “Historia de los musulmanes de España” que un día decidió Almotadhir efectuar una visita a los Taifas de Morón, Ibn Nuh; de Arcos, Qain ben Muhamed ben Khazrun, y de Ronda, Ibn abi Corra.

A pesar del temor que imponía a los visitados viajó sólo con dos vasallos, amparado en la confianza que en ellos depositaba.

Los dos primeros Taifas le recibieron con clamor de Gran Señor, acompañándoles hasta Ronda, donde una rica cena, en la que no faltó el vino, acogió a Almotadhir, sumiéndose posteriormente en un sueño que le hizo pedir a su anfitrión que le dejase descansar. Inmediatamente le trajeron un diván donde el sevillano se entregó a dormir, prometiendo continuar la tertulia unos minutos después.

Al cabo de media hora, cuando todos creían dormido a Almotadhir, un soldado berberisco rogó a los otros que le escucharan y habló en voz baja de esta manera:

“- Me parece que tenemos aquí un carnero cebón que ha venido a ofrecerse espontáneamente al cuchillo. Esta es una fortuna que estábamos lejos de esperar. De nada nos hubiera servido dar todo el oro de Andalucía por tener aquí  a este hombre y he aquí que él mismo viene… Todos sabéis que es el mismísimo Satanás y cuando haya dejado de existir nadie nos podrá discutir la posesión de estas tierras…”

Todos, en silencio, se miraron y por sus mentes pasó veloz la idea de terminar de una vez con la ferocidad del sevillano. Sería como poner a salvo en un momento el peligro que bajo su espada amenazaba a Andalucía. Sólo el más leal servidor de Almotadhir, un pariente del rey de Ronda, llamado Mohadh ibn abi Corra, en un arrebato de indignación, dijo así con voz baja y enérgica:

“- ¡Por Alá, no le hagamos daño alguno! Este hombre, al venir aquí, ha contado con nuestra lealtad; su conducta prueba que nos cree incapaces de hacerle traición y nuestro honor exige que justifiquemos su confianza. ¿Qué dirían nuestros hermanos de las otras tribus si supieran que hemos violado los sagrados derechos de la hospitalidad asesinando a nuestro huésped? ¡Maldiga Alá al que se atreva a cometer semejante crimen!”

Los berberiscos se conmovieron con estas palabras y desistieron de su intento. Los Taifas de Morón, Ronda y Arcos no se atrevieron a pronunciar palabra.

Mientras tanto, Almotadhir ya había despertado y, fingiéndose dormido, se había enterado de toda la conversación, sin que lo notasen sus falsos y cobardes acompañantes.

Tranquilizado por las palabras de Mohadh, simuló despertarse entonces y volvió a la mesa, dando a pensar que no se había enterado de nada de lo ocurrido. Los berberiscos se levantaron al punto y le besaron en la frente, acariciándole y dándole muestras de amistad, ya que sus conciencias no estaban tranquilas.
El rey sevillano habló entonces así:

“- Amigos míos, tengo que volverme inmediatamente a Sevilla, pero en vísperas de dejaros no os puedo explicar cuán satisfecho estoy de vuestra acogida. Quisiera daros alguna pequeña muestra de mi reconocimiento, pero por desgracia la provisión de regalillos que traían mis servidores está ya casi agotada. Dadme, pues, recado de escribir y que cada uno me dicte su nombre y me señale el regalo que mejor le apetezca: vestidos de honor, ricas telas de Damasco, dinero, muchachas, esclavos o cualquier otra cosa y que envíe a Sevilla, cuando yo esté de vuelta, a uno encargado de recibir el regalo escogido.”

Todos se apresuraron a dictar su nombre y cuando Almotadhir estuvo en Sevilla fueron muchos los criados que partieron desde Ronda, Morón y Arcos por numerososo regalos, mientras el sevillano se quedaba con la lista de nombres de todos los que habían cenado con él aquella noche en la ciudad del Tajo.
Parecían existir cordiales lazos de amistad entre Almotadhir y los tres Taifas andaluces cuando en el año 1053 fueron invitados a una gran recepción que se ofrecía en el Alcázar de Sevilla.

Se preparaba el reyezuelo arcense para el viaje y recordaba a su amigo el sevillano en la toma de Carmona, que realizaron juntos en el año 1039. Cargó mulas con numerosos regalos para su anfitrión y ordenó a sus sirvientes cuanto estimó necesario para los días de su ausencia. Con lágrimas en los ojos se despidió de su amante Nanafassy, cuyo nombre significaba “violeta”.

Era una bellísima joven que había pertenecido anteriormente a Almotadhir y nuestro personaje obtuvo en el saqueo de Carmona. Incluso algunos autores creían que existía una solapada enemistad entre ambos por la posesión de la joven, que reclamaría su dueño anterior.

El celo con que le moro custodiaba a su favorita hizo que la dejase, apartada del resto de sus esposas, en una cámara segura, quizá en un sótano o en la más alta bóveda de la torre del Homenaje del castillo de Arcos. Las provisiones y los perfumes harían agradable la espera de la bella a su amante. Él mismo cerró con seguras llaves la puerta y nada dijo a nadie del escondite de Nanafassy.

El sol culminaba la mitad de su carrera, inundando con su oro el celeste cielo de Arcos, cuando la voz del almuédano, desde el alminar de la mezquita, sesgaba el silencio:

“ - ¡Alá es grande! ¡Bendecid a Alá! ¡Orad, bereberes, para que la mano de Alá guíe por senderos de paz a nuestro Señor!”

Blancos caballos árabes con correaje dorado, montados por soldados berberiscos que partían el horizonte con sus lanzas abanderadas, se dirigían a Sevilla. Abría paso la bandera fatimita de los Khazrun, el verde esmeralda del paño iluminado con el feroz dragón dorado, símbolo de su estirpe. El tropel de los caballos y el caminar de las mulas, cargadas de obsequios, levantaban una densa nube de polvo que se iba perdiendo lentamente por el camino viejo de Espera. Las viejas puertas de Jerez – más tarde de Belén- se cerraron para defender a un Arcos vacío de su realeza y en el que faltaban los más bravos soldados, empeñados en el viaje de cortesía de su soberano.

Los adalides sevillanos anunciaron la llegada de la comitiva y las puertas de la ciudad se abrieron con la presencia de la nobleza mora y del mismo Almotadhir, que expresaba así el deseo que tenía de recibir a sus amigos.

Se unieron para entrar los séquitos de Ibn Nuh, de Morón; Ibn abi Corra, de Ronda, e Ibn Khazrun, de Arcos.

Desmontaron todos los jinetes y el rey sevillano, recordando la lista que había obtenido al entregar los regalos, fue dando paso a cada uno de los visitantes y les hizo entrar en los baños turcos, de los que tanto gustaron los árabes españoles. Sólo entretuvo el rey al joven Mohadh y quedaron ambos hablando con un pretexto que no ha llegado a registrar la historia.

El calor y el cansancio del viaje hizo que unos sesenta berberiscos se entregasen confiadamente al baño. Entraron en la primera sala, donde se desnudaron, y pasaron a la segunda que era el verdadero baño. Estaba totalmente recubierta de mármol y rematada por una cúpula llena de agujeros estrellados cubiertos por vivos colores. Se veían en la estancia tinas de mármol y tubos colocados en el espesor de los muros que partían de una caldera y mantenían un alto grado de calor.

Entregados al placer del agua no dieron importancia alguna a un ligero ruido en el exterior que parecía obra de albañiles, pero al rato, no pudiendo soportar el calor asfixiante que inundaba la sala, trataron de abrir la puerta y cuál no sería su sorpresa al comprobar que ¡estaba tapiada! También los respiraderos habían sido cegados. Todos murieron de asfixia en el baño; todos menos Mohadh, que había quedado fuera con Almotadhir.

Al rato, el joven se atrevió a preguntar al sevillano:

-          ¿Por qué tardan tanto?

-          Tú no tienes nada que temer – contestó Almotadhir-. Tus parientes y tus amigos merecían la muerte por haber tenido la tentación de asesinarme. Sabrás que yo no dormía cuando hicieron la propuesta, pero también oí las nobles palabras que pronunciaste en aquella ocasión y no olvidaré nunca que te debo la vida. Ahora tú puedes elegir: si quieres quedarte aquí, pronto estoy a partir contigo todas mis riquezas, pero si prefieres volver a Ronda, yo te haré volver cargado de regalos.

Mohadh quedó en Sevilla y Almotadhir le habilitó un palacio, le regaló mil monedas de oro, treinta muchachas y diez esclavos, además de asignarle un sueldo anual de doce mil dinares.

                Las cabezas de los reyes berberiscos fueron depositadas en la siniestra caja y las de los oficiales ocuparon el jardín del rey sevillano, sirviendo para sembrar flores en deleite del sanguinario monarca.

                Inútilmente espero Nanafassy el regreso de su amante a Arcos. La tristeza y la desesperación se apoderaron de ella y un ataque de rabia y de locura la indignó cuando oyó el grito lastimero del almuédano que gritaba así:

                “- ¡Alá es grande! ¡Defendeos bereberes, porque las tropas de Almotadhir invaden ya nuestras tierras! ¡Ya se divisa la sombra de la muerte y la destrucción! ¡Bendecid a Alá en vuestra última hora!”

                Efectivamente, las tropas de Sevilla incendiaban y asolaban los campos de Morón, Ronda y Arcos y fue en ese momento cuando Nanafassy se creyó en su desesperación pronta a ser obligada a volver ante la presencia del cruel Almotadhir. Su pensamiento se enredó y su corazón latía sólo para recordar a su amante. Lo comprendió todo sin ver nada y su amor y su pasión se mezclaron en un salto audaz y suave en el vacío.

                Un grito desgarrador, un alarido desesperante, se oyó en el abismo con el cuerpo de Nanafassy. Con su amor terminó su vida y en su recuerdo comenzaba el misterio.

                Sus manos se abrieron ante la peña y sus brazos tomaron la forma de amplias y desplegadas alas negruzcas que la izaron en el azul.

                Allá, a lo más lejos que alcanzaba la vista, la soldadesca de Almotadhir interrumpió su labor destructora para contemplar cómo lentamente, metamorfoseándose en el cielo, la figura de Nanafassy tomaba la silueta de un gran pájaro impresionante y fantástico.

                Se extendió entonces por Arcos la vieja leyenda de que todos los viernes, cuando la luna riela en las aguas del Guadalete, el alma de la mora, en forma de un gran pájaro fantasma, revolotea majestuosamente, buscando su amor imposible, surcando el cielo sobre las viejas almenas del Alcázar de Arcos.


                Después de haber leído esta historia, María Josefa Gómez Vázquez arrojó un ramo de flores por el balcón del Parador que da a la famosa Peña, por donde mismo se arrojó hace casi mil años ya Nanafassy.

1 comentario:

  1. Siempre estará en nuestra memoria Don Manuel Perez, un hombre que amaba a su pueblo y que tiene la inmortalidad de los que dejan obra escrita.

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