Salvador Hueso Sañudo
Arcos de la Frontera
Tú, agua santa, manantial de vida, gracias te doy por poder decir: soy y existo, y existo porque he de morir. Tu bondad quiso concederme la aventura de vivir llevándote hasta en los más diminutos intersticios de mi ser dándome existencia sin pedirme nada a cambio, nada, y sólo la muerte, al final del último tramo, será la que te haga salir, y entonces tú, armoniosa y desinteresada, sé bien que partirás presta para emprender otro ciclo vital.
Agua, madre de la vida, que gozosa buscas las concavidades de la faz térrea en las que te arrellanas hasta nivelarte. Pacífica e indolente te comportas en formaciones lacustre, tempestuosa y arrolladora en mares y océanos aguijoneada inmisericorde por la furia de los entes geofísicos. Las duras inclemencias de la noche invernal hielan hasta lo más íntimo de tus entrañas, vistiendo de escarcha al plomizo agro ante la mirada atónita de un paisaje escuálido con árboles desnudos cargados de carámbanos en la mañana gélida. Pero tú, en cualquiera de tus tres estados, sigues y sigues, vanidosa y ufana, obstinada siempre en desvanecerte y elevarte para vivir nuevas experiencias más cerca del cielo, dejada llevar de las caprichosas decisiones de los fenómenos atmosféricos para, al final, regresar a la madre tierra, tenue y silenciosa, las más de las veces; torrencial, otras; compacta y helada en raras ocasiones y en albos y zigzagueantes copos en las frías latitudes.
¡Agua!, vida y bendita eres cuando del cielo caes, porque hasta la cara de los muertos lavas, y vida y bendita eres porque sin ti nada es posible.
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